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Ciudadanía digital: privacidad, poder y libertad en la era del algoritmo

3 de noviembre de 2025

La vida cotidiana quedó atravesada por pantallas, notificaciones y sistemas que operan de manera silenciosa en segundo plano. Cada búsqueda, cada compra en línea, cada like y cada trayecto geolocalizado dejan huellas que se convierten en materia prima para algoritmos que clasifican, segmentan y predicen comportamientos. En ese escenario, la ciudadanía ya no se ejerce solo en el espacio físico ni se limita al momento del voto: se despliega también en un entorno digital donde la privacidad, el poder y la libertad adoptan formas nuevas y menos evidentes.

La promesa original de internet estuvo ligada a la idea de apertura, democratización de la información y posibilidades ampliadas de expresión. Durante un tiempo, el imaginario dominante presentó a las redes como un territorio horizontal donde todas las voces podían convivir. Sin embargo, con el correr de los años, la concentración de datos en manos de pocas plataformas, la lógica de la economía de la atención y el uso intensivo de sistemas algorítmicos para ordenar lo que vemos y lo que no vemos fueron modificando esa esperanza inicial.

Hoy, buena parte de la experiencia digital se organiza a partir de decisiones automáticas. Listas de recomendación, filtros de contenidos, sistemas de moderación y herramientas de segmentación publicitaria se apoyan en modelos que identifican patrones a partir de grandes volúmenes de datos personales. Esa arquitectura define qué noticias aparecen primero, qué contactos se hacen visibles, qué ofertas se priorizan y qué mensajes circulan con mayor intensidad. En consecuencia, influye en cómo las personas se informan, discuten, consumen y participan de la vida pública.

La privacidad deja de ser un asunto individual reducido a la elección de compartir o no cierta información. Se convierte en un elemento estructural de la distribución de poder. Cuanto más detallado es el perfil construido sobre una persona, más precisa puede ser la intervención sobre sus hábitos, sus decisiones de consumo o sus preferencias políticas. Lo que está en juego no es solo la protección de un dato aislado, sino el control sobre la capacidad de ser observado, clasificado y tratado de manera diferente en función de aquello que se sabe o se infiere.

Esa lógica genera un desbalance evidente entre usuarios y plataformas. Las personas suelen aceptar extensos términos y condiciones sin leerlos en detalle, sin tiempo ni herramientas para comprender el alcance real de lo que firman. Mientras tanto, las empresas tecnológicas acumulan información, ajustan sus modelos y toman decisiones que rara vez son transparentes. El resultado es una ciudadanía que participa intensamente en la vida digital pero que difícilmente pueda explicar quién procesa sus datos, con qué fines y bajo qué límites.

En paralelo, los Estados se enfrentan a desafíos complejos. Regular entornos globales desde marcos jurídicos nacionales exige coordinación y capacidad técnica. Al mismo tiempo, los gobiernos también utilizan sistemas de datos y algoritmos para gestionar políticas públicas, administrar servicios o mejorar la seguridad. La frontera entre protección de derechos y vigilancia se vuelve porosa cuando no existen reglas claras, organismos de control efectivos y espacios de deliberación social sobre qué usos se consideran legítimos.

La ciudadanía digital, en este contexto, no puede reducirse a saber utilizar una aplicación. Implica comprender que cada interacción deja un rastro, que esos rastros tienen valor económico y político, y que su uso configura relaciones de poder. Supone también aprender a hacer preguntas: ¿por qué veo este contenido y no otro?, ¿qué criterios ordenan la información?, ¿quién se beneficia con la arquitectura actual de las plataformas?

La educación juega un rol central en esa transformación. Formar usuarios críticos, capaces de interpretar con distancia las narrativas digitales y de identificar prácticas abusivas, es tan importante como enseñar habilidades técnicas. Alfabetización mediática, comprensión básica de cómo funcionan los algoritmos y conciencia sobre la importancia de los datos personales son componentes esenciales de una agenda educativa orientada al siglo XXI.

También es necesaria una conversación profunda sobre la transparencia. No se trata de revelar el código completo de cada sistema, sino de establecer principios claros sobre la explicación de decisiones automatizadas, la posibilidad de cuestionarlas y la existencia de instancias humanas de revisión. Cuando un algoritmo afecta el acceso a un servicio, la visibilidad de una publicación o la evaluación de un perfil, las personas deberían saber que hay mecanismos para entender y, si fuera necesario, corregir esos resultados.

La libertad en la era del algoritmo no se define solo por la ausencia de censura directa. Se juega también en el terreno de lo que permanece invisible. Si la arquitectura de una plataforma privilegia contenidos que generan reacción inmediata y penaliza aquello que requiere tiempo y reflexión, el espacio para el debate sereno se reduce. Si la lógica de recomendación refuerza únicamente lo que coincide con las preferencias previas, se consolidan burbujas informativas que dificultan el encuentro con miradas distintas.

Frente a estas tensiones, comienzan a emerger respuestas desde distintos frentes. Asociaciones civiles, académicos, periodistas y activistas impulsan campañas para visibilizar los impactos de los sistemas algorítmicos y proponen marcos de derechos en el entorno digital. Algunas iniciativas plantean principios de diseño ético, otras reclaman límites al uso de datos sensibles o demandan una mayor responsabilidad de las plataformas frente a los daños que sus modelos puedan provocar.

Sin embargo, ningún cambio será sostenible si las personas no se reconocen como sujetos activos en este proceso. La ciudadanía digital no se agota en cumplir normas ni en aceptar políticas de privacidad, sino en asumir que la configuración del espacio público en línea también es un asunto colectivo. Reclamar transparencia, exigir reglas claras, apoyar medios responsables y diversificar las fuentes de información son formas concretas de ejercer ese rol.

La pregunta de fondo es qué tipo de sociedad se quiere construir en un tiempo en el que los datos son un recurso central. Una ciudadanía que delega completamente el control de su vida digital en intermediarios opacos queda expuesta a formas silenciosas de condicionamiento. En cambio, una ciudadanía informada, organizada y consciente de sus derechos tiene más herramientas para equilibrar la relación con quienes administran las infraestructuras tecnológicas.

Pensar la privacidad, el poder y la libertad en la era del algoritmo no significa renunciar a los beneficios de la tecnología, sino decidir de manera colectiva bajo qué reglas se los incorpora. La cuestión no es si los algoritmos seguirán presentes, sino si se los dejará operar como cajas negras o se establecerán mecanismos para que respondan a estándares democráticos. En esa tensión se define en buena medida el futuro de la ciudadanía digital y, con ella, el modo en que se ejercerán los derechos y las libertades en las próximas décadas.

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